jueves, 20 de agosto de 2009

A la luz de la luna.

Las doce de la noche. Lo único que alumbraba era la tenue luz de la luna, y lo que dejaba ver, nuestras cuatro sonrisas. Mis pies jugueteaban entre la arena hasta que decidimos salir corriendo hacia el agua. Paré en seco al llegar a la orilla y les vi, como tres niños jugando con el agua del mar. Miré hacia el cielo. La luna estaba llena y expléndida y derrochaba una belleza inigualable. ¿Inigualable? No, fue entonces cuando me dí cuenta de que no. De que la belleza que derrochaba en ese instante aquel circulo brillante rodeado de pequeñas estrellas, no era nada comparado con él. Ni si quiera su reflejo en el mar, ni si quiera ese instante a media noche dentro del mar, con ellos tres, bañandonos en risas, no, no había nada. Ni el momento más maravilloso que puedas imaginar era tan perfecto como el hecho de poder estar a su lado. Saqué mi brazo del agua salada y acerqué mis labios a mi muñeca. Besé la pulsera.

Extrañando tu olor.